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1 de enero de 2008

Viaje al Interior de una Trompeta

(basado en “Viaje al Interior de una Trompeta”, del mismo autor)

ACTO 1 – Sinfonía para un torno.
Buenos Aires, primavera de 1961. Horacio Sierra acababa de cancelar su participación en la presentación al aire libre en Palermo. La orquesta contaba con suficientes vientos y su ausencia podría pasar inadvertida.
El dolor de muelas iba a matarlo pero llevaba semanas inventando excusas para postergar la visita a la doctora Orgambide. Otra vez a escuchar la eterna recomendación del doble cepillado diario, a resistir los ganchos encallados en todos los litorales de la boca, a anestesiar el control del tráfico de líquidos que entran y salen bajo control ajeno y a contestar con diferentes intensidades de “ajá” las preguntas que hubiera querido desarrollar aunque sea un poquito más. No es que la doctora Orgambide inspire grandes conversaciones, pero cómo responder un “¿cuánto hace que no nos vemos?” con la boca totalmente invadida por gasas y algodones y el lenguaje corporal reducido al movimiento de los ojos, porque el babero amenza con el ahorque ante cualquier cambio de posición del cuello, mientras el delantal oficia de mantel y el pecho de mesa de instrumentos odontológicos, sin permitir más movimiento de manos que el de una camisa de fuerza.
La perversión del odontólgo se percibe en cada detalle. Nadie con la mente sana puede obesionarse con la perfección del órgano creado para morder y destruir.


ACTO 2 – El Monje.
Tres personajes emergen de la boca del subte como un juego de espejos en que cada uno imita perfecta e involuntariamente el aspecto, la actitud y los movimientos de la figura de al lado. En un segundo vistazo cobran individualidad. El de la izquierda, apenas más bajo que el del medio y el de la derecha era, definitivamente, el más bajo del terceto. Los dos primeros con toda la estepa siberiana impresa en sus rostros. Facciones rígidas, pelo oscuro por la gomina aunque de claro pigmento rubio, mandíbulas cuadradas, cuellos fuertes y hombros anchos. Lentes de sol bien oscuros que sin embargo dejaban percibir la frialdad de sus miradas, grises como el cielo de Moscú. El tercer hombre, misma gabardina beige y mismo paso militar pero su bigote negro lo señalaba como el hombre de Inteligencia local. Único con maletín. ¿El jefe? ¿El soldado?
En segundos atraviesan la pequeña puerta de vidrio de la peluquería de mitad de cuadra como si hubiesen sido absorbidos. Un peluquero calvo no los vio entrar y jamás supo que se esfumaron dentro del recinto, sólo atinó a anular el volumen de la Spica de funda de cuero. Se escuchaba el tango “El Aguacero” y es mufa.
– Te debieras traer tu pickup, mirá las cosas que pasan en la radio… –le decía Don Cosme, tal vez único cliente de la casa, que pasaba todas las mañanas de su vida haciéndose retocar su bigote de cepillito blanco.
Una luz amarilla proyectaba las siluetas de cuatro hombres sobre un mapa cuidadosamente desplegado encima de la mesa de madera, único mobiliario de la guarida debajo de la peluquería del tucumano. Los hombres de gabardina estaban más preparados para deshacerse de culpas que para darle la noticia al Monje.


ACTO 3 – La suntuosa mansión de la Srta. D’Aubigne.
De las quietísimas y perfectamente azuladas aguas de una enorme piscina, emerge con elegante indiferencia el esbelto y bronceado cuerpo de la Srta. D’Aubigne. Apenas desviando la mirada recoge la atención de su mayordomo, que no demora en extenderle una toalla tan blanca como su traje de baño y su collar de perlas.
Acantilados monegascos, leones de mármol, Martinis, largas boquillas y gélido erotismo son componentes dispuestos con el único fin de generar ese contraste entre el bajo mundo y la alta sociedad, potestativo de las novelas de espionaje, sólo para agregar el glamour que mezquinan los dentistas, los peluqueros calvos y los agentes rusos.
De la Srta. D’Aubigne no volveremos a saber.

ACTO 4 – Violines Orientales.
Un aguacero cubrió la ciudad de Buenos Aires completa. El Desfile de Primavera de la Av. Santa Fe era una anarquía de paraguas y galochas apiñándose para presenciar el paso de las carrozas, pero en el escenario de la plaza Fray Mocho todo era alegría y elegancia, según indicaba un modisto francés en Canal 7.
En los comercios de Palermo cobraba sentido la frase al pie de los afiches promocionales: “La presentación al aire libre del Concierto para Trompeta y Orquesta de Friedrich Staädt se suspende por mal tiempo”.
– …y el domingo que viene no hay ni dolores de muelas ni nada raro, ¿si?. Ensayamos duro en la semana y nos presentamos… ¿o tenés pánico escénico? –hirió Ai Shoruko graciosamente la autoestima de Horacio Sierra.
Alicia, nieta de inmigrantes japoneses, cargaba sobre su nariz cerca de tres kilos en lentes de aumento y marco negro, a través de los cuales podían verse cerrados sus ojos cuando tocaba el violín como entre sueños. A Horacio le gustaba presentarla como su amiga recién llegada del Japón. Le gustaba divertirse viendo a la gente hablarle en castellano elemental, ayudándose con señas, repitiendo con más claridad algunas palabras y elevando exageradamente la voz.
– ¡Es japonesa, no sordomuda! –le gustaba reclamar.
Le gustaba cómo tocaba el violín, le gustaba que lo motivara a seguir tomando clases de trompeta. En silencio le gustaba mucho más que lo que se atrevía a confesar. A Alicia le gustaba que la llamen con el nombre de su abuela, Ai Shoruko.


ACTO 5 – Fanfarrias de bronce y plomo.
La primavera porteña llegó con pocos días de retraso y los nuevos colores del paisaje urbano evaporaron los recuerdos del aguacero que canceló el concierto. Esa semana ensayaron todas las tardes y nunca faltó ni un músico. Comenzaban temprano con mate, terminaban tarde con cognac y estaban ansiosos por llevar a Staädt al aire libre.
El jueves, Horacio llegó casi una hora tarde después de sufrir la última emplomadura. Se ubicó junto a los demás bronces, ordenó a la carrera sus partituras, buscó con la mirada a Ai y sonrió aliviado al ver completa la formación de violines. No demoró en acoplarse a la orquesta y esa noche hubo ensayo hasta cerca de la medianoche.
Estaban exhaustos pero conformes. Sólo quedaron pendientes unos pequeños ajustes para el ensayo del sábado y cosechar, el domingo, los aplausos melómanos.
La primavera debe haber sido creada en los bosques de Palermo. No hay en el mundo otro sitio tan ligado a una estación del año y la gente acude hipnóticamente a presenciar el espectáculo de la verde quietud, las glorietas, las esculturas y los lagos. Un edén al que se llega en taxi, tren o colectivo y en el que sólo se escuchan sonidos celestiales.
Esa tarde los sonidos celestiales llevaban una semana de retraso por el último torrencial, y esa semana sólo perfeccionó la presentación al aire libre del Concierto para Trompeta y Orquesta de Friedrich Staädt.
Algunos llegaron temprano sólo para asegurarse buena ubicación en la explanada, otros querían ver a los músicos afinando sus instrumentos. Curiosos, familiares, admiradores y criticones ocuparon las gradas y las sillas frente al escenario. Detrás de los atriles el ambiente era de camaradería y alta concentración.
El director se ubicó tímidamente en su pequeño podio y solicitó a la audiencia permiso para girar sobre sus talones y dar la espalda. El movimiento de su cabeza hizo suponer que reconocía la formación con la mirada. En un gesto coreográfico dejó sus dos brazos lentamente en alto y luego de unos segundos eternos los bajó enérgicamente. Fanfarrias de trompetas.
Los músicos tenían la misión y el deseo de lucirse. Entre el público había intelectuales que no perdonarían una interpretación mediocre y tenían el talento para deslumbrarlos.
En el tercer tramo de la obra, Horacio cambió su habitual trompeta Si bemol por una piccolo y desde el cuarto tramo hasta el final, sólo tuvo que disimular las pulsaciones agudas en su segundo premolar inferior derecho.

INTERVALO.
La mayoría de los espectadores abandona la sala. Los más, con ánimo de regresar luego de un cigarrillo en la vereda, de intercambiar comentarios sobre la primera parte de la película o de comprar golosinas y pasar al baño antes de la segunda parte. Unos pocos, hastiados de lugares comunes, prefieren evitarse el trámite de ver el final del Viaje al Interior de una Trompeta.
Las fotos pegadas en las puertas de vidrio de la sala, advertían la continuidad de la historia. La Dra. Orgambide había implantado un microfilm en la cavidad de la muela de Horacio… no sabemos si por error o si tenía planes siniestros, y de tenerlos habría que ver la película para enterarse si era cómplice o enemiga de los espías rusos.
Luego los buenos descubren que el microfilm quedó alojado en la trompeta piccolo de Horacio, y para recuperarlo se intentaron pocos planes antes de recurrir al de reducir el tamaño de algún personaje de la historia y llevarlo a recorrer el instrumento por dentro. El autor da por hecho que existe el método químico o mecánico para llevar al cuerpo humano a la medida de siete milímetros y no se detiene en explicaciones, simplemente lo hace ocurrir en la siguiente escena.
Posiblemente Ai Shoruko debía exponerse a la reducción física, ya que sólo ella podía seguir los sonidos de la música con los ojos cerrados, y sería Horacio quien tocaría la trompeta para guiar a la tímida concertista a la aventura de encontrar el microfilm.
Por algún motivo, en el exterior de la trompeta la vida de Horacio corre peligro y él mismo se mete dentro. Ya ahí dentro, su misión será encontrar a su ser amado y habrá escenas oscuras en pasajes delgados de la trompeta generando situaciones de tensión al querer escapar de entre las curvaturas del tubo o correr el riesgo de ser aplastado por una válvula o un pistón.
Por el eco constante dentro de la trompeta, la película tiene tramos enteros ensordecedores, y el acento ruso de los espías por momentos suena alemán. Apenas puede entenderse qué dicen pero ya también los tres hombres de gabardina están dentro del instrumento de bronce.
Hombres de frentes transpiradas susurrando agitados sus estrategias, sirenas de ambulancias, Vespas y persecuciones por las calles de Praga. A lo lejos puede verse la luz del día en un enorme círculo que parece ser el pabellón de la trompeta.
Horacio y Ai son recogidos por dos manos gigantes y depositados sobre unas partituras desproporcionadas. De alguna forma el bien había triunfado sobre el mal, el Monje fue esposado por dos policías mientras vociferaba todo tipo de amenazas e insultaba sin términos vulgares. Nunca sabremos qué pasó con la dentista ni quién fue la reina de la primavera. Los espías rusos fueron devueltos a su Alemania natal.
Lógicamente los jóvenes aventureros se besan enamoradísimos mientras se escucha un delicado momento de violines de la mismísima obra de Staädt. Horacio esconde en un bolsillo el microfilm con el que tiene asegurado su porvenir y Ai se quita los lentes detrás de los que escondía la imprevista sensualidad del sol naciente.

ACTO FINAL – El 109
Hacía poco que había anochecido y los colectivos que salían del centro hacia los barrios iban repletos. Dos amigos caminaban en dirección a Alem, estaban muy distendidos y a pesar de que la noche era algo calurosa preferían tomar el 109 en la terminal para viajar sentados.
Atravesaron los puestos de revistas criticando la película, se arrepentían de haberla elegido pero reían desenfrenadamente. Habían pasado una buena noche.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

espectacular!

Anónimo dijo...

Pensé que la historia era como la lectura de un libro duro que tenía 5 pulgadas de largo, bamos a hacer que la historia sea corta -- LA HISTORIA ES MUY BUENA

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