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5 de enero de 2008

La Gesta Heroica

Alguien pensó que si a cada cubo de madera le dejaba en sobrerrelieve una versión invertida de las letras, ubicando esos cubos entre rieles e impregnando las letras en tinta, podría evitarse grabar textos enteros en placas. Podría formar palabras combinando cubos, con más cubos oraciones, con más rieles podría agregar renglones, páginas y libros enteros. Acababa de nacer la imprenta de tipos móviles y a estos tallados rústicos los consideraban “Grandes Inventos”.

Ante la vieja definición de adelanto tecnológico, “Héroe Máximo de la Humanidad” no sería alguien con la habilidad de levitarse sobre sus oponentes pero sí de desafiar las leyes de la naturaleza hasta entonces conocidas. Siendo la terquedad una virtud con mala prensa, cuesta defenderlo desde esa característica, pero sólo por terco se embarcó en la gesta heroica que lo hizo quien fue. Desoyó consejos de los más conocedores y de los más cautelosos.

La gran epopeya de todos los tiempos fue la obra y la vida de Colón.

A quinientos años de su descubrimiento cuesta dimensionar la magnitud de su hazaña. Los confines de la Tierra para esos días eran poco más que Europa y, a modo de apéndice, grandes dudas sobre las extensiones y dimensiones de África y Asia. Hoy conocemos cada rincón, exploramos cada elevación y cada subsuelo, las distancias más lejanas se pueden unir con viajes de nunca más de treinta horas, convertimos a nuestro planeta en la aldea global y ya es minúsculo para nuestros planes. Enviamos naves a Marte, sondas a Venus, robots capaces de fotografiar la superficie de Júpiter, estaciones espaciales, Skylab, Mork y Mindy.

La NASA llegó a la cúspide de su orgullo en 1969 con el primer alunizaje tripulado y sólo diez años después abandonaron todos los programas espaciales referidos a la luna. En cambio, el descubrimiento de Colón, a quinientos años, sigue siendo objeto de estudio, de conquista, de reclamo y de arrebato. También es paradójico todavía que las naves Apollo hayan sido lanzadas al espacio desde Cabo Cañaveral, a menos de tres horas de avión de Guanahaní, o San Salvador como prefirió llamarlo Colón el 12 de Octubre de 1942.

Si para los astronautas norteamiericanos fue heroico subirse al Apollo XI, contando con la más alta tecnología desarrollada hasta ese momento por nuestra civilización y conociendo centímetro a centímetro, a través de fotos, la superficie a explorar; más heroico fue subirse a las carabelas sin los instrumentos de navegación adecuados, sin conocimiento de la ruta a seguir, sin saber qué destino les esperaba y con las advertencias de que las aguas no eran navegables, sopena de ser tragados por sus olas y arrastrados hacia los monstruos que las habitaban.

Sin duda que Colón era un héroe, pero muchos de sus logros fueron hijos de su terquedad. Él sabía que la tierra era redonda, pero no podía demostrárselo ni siquiera a sí mismo. Lo intentó con un huevo, y después de varios ensayos de monólogo en un bar de Génova donde se podía pedir fainá rellena, concluyó en que el huevo era redondo.

Una noche, entre las risotadas de sus amigos, el joven Colón escuchó una vez más los avisos sobre la planitud de la tierra y los peligros de desafiar al océano. Sintió el impulso de ponerle fin al mito y se acercó al abrigo que había dejado colgado en el perchero junto a su mesa. Silenciosamente metió la mano en uno de sus bolsillos y al entreabrirlo liberó un concentrado olor a huevo duro que tácitamente todos acordaron en tolerar. Como ofreciendo baratijas puerta a puerta, tomó el huevo entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, y con el índice de la derecha señaló académicamente la nacarada superficie del huevo, dándose pie a sus primeras palabras de demostración.

A los pocos segundos de comenzar, sus fastidiados amigos ya habían manoteado sus abrigos del perchero y comenzaban a abandonar el bar, dejando a Colón en compañía de unos platitos vacíos de maníes, cáscaras desordenadas sobre la mesa, más vasos vacíos que la cantidad de personas que habían rodeado la mesa y un pingüino ya casi sin tinto de la casa.
Gestos similares los venía soportando hacía casi seis años, pero nada doblegaba su espíritu; ni siquiera que quedarse solo en los bares lo obligaba a pagar las cuentas. Eso era terquedad en su máximo estado de pureza, pero ¿cómo triunfar sin confiar obstinadamente en un plan?

Colón tenía tan claras sus ideas que sólo era cuestión de tiempo transformarlas en proyectos. Él sabía a ciencia cierta que navegando aguas atlánticas hacia Occidente, se toparía con tierras lejanas. También sabía que esas tierras no pertenecían a al continente asiático, sino a un continente intermedio llamado América; claro que, consciente de su imposibilidad de demostrar la esfericidad del planeta, ni intentó lo del nuevo continente.

Sus años jóvenes fueron prolíferos en materia de descubrimientos, sin embargo los desechó uno por uno por su obstinación del descubrimiento de América. A la edad de dieciséis años descubrió el fax, a los dieciocho el velcro y la obra completa de Harold Robins, sin embargo no registró ninguno de estos hallazgos, fiel a su objetivo del descubrimiento del nuevo mundo. Para esos días hizo imprimir unas tarjetas de visita donde se podía leer:

Capitán Cristóbal Colón
Descubridor de Continentes

En su Génova natal no pudo contar con el apoyo de sus amigos y sus jocosos desaires habían erosionado sustanciosamente su economía personal, por lo que una noche calurosa concurrió al bar para anunciar delante de todos su partida.

Durante las dos primeras horas ni abrió la boca. Sus amigos no lo notaron, aturdidos por el vino, las carcajadas, el alboroto natural y sus intentos de levantarse a las minas que se habían sentado bajo el toldo, en una mesita en la vereda.

Cristóbal los contempló con nostalgia prematura. Sabía que poco tiempo después recordaría con melancolía a sus amigotes del bar, esos nobles caballeros de pantalones arremangados, peinados a mano con agua de la canilla del baño, que apuraban con un golpe seco puñados generosos de maníes y hablaban a los gritos con el costado vacío de la boca.

–Muchachos, quiero decirles algo –interrumpió Colón alguna trivialidad.

–Pará, si vas a empezar de nuevo con lo de la tierra nos vas a espantar a las minas –advirtió El Gordo Sopapa con gran destreza para no dejar caer su escarbadientes de entre sus labios.

–Mirá que hace mucho calor para hablar boludeces –sugirió disuasivo El Pascualo– relajate, tomate un vinito, disfrutá con nosotros…

–Paren, déjenme hablar, les quería avisar que me voy de Génova.

Si algo se podía decir de sus amigos es que eran de fierro. La noticia de la partida la recibieron como baldazo de agua fría. Por varios minutos la euforia de la mesa de al lado de la ventana se transformó en silencio. Nadie articuló palabra, ni siquiera se intercambiaron gestos entre ellos. El vino barato rumbeó todas las mentes aturdidas hacia los recuerdos. Cómo irá a ser de ahora en adelante sin Colón, sin ese amigo con el que se habían hecho la rata juntos, tardes de ring-raje y fichus. Se iba el amigo de la infancia y dejaba un plato vacío para el asado de los domingos, quedaban rengos para el truco y quién se atrevería a reemplazarlo en el arco… se comía todos los amagues, pero ese arco era de él.

–¡Bueno loco! ¡Me voy, no me muero! –animó Colón.

–Es verdad, pero son tantos años… quedate un rato que te vamos despedir como corresponde… ¡Vení! –llamó al propietario del establecimiento– ¡Traete esa botella de barro de allá arriba y sentate con nosotros!

Una antigua melodía genovesa se metió por la ventana de “El Gato Negro” y sus acordes inundaron el recinto. Los muchachos parecían nuevamente felices a pesar del gemido de los violines y los resoplidos de los fuelles. Al ritmo de dos por cuatro revivieron las risas insolentes, volaban carozos de aceitunas y migas de pan, y sin que nadie explique cómo, las minas de al lado ya compartían la mesa. En medio de la fiesta El Gallego bajó otra botella de ginebra y, mientras anunciaba que era por cuenta de la casa, alguien vació un sifón en la, hasta entonces, enrulada melena de Colón, que se miró en el espejo de la columna y, entre avisos de flan casero, descubrió su pelo llovido hacia ambos lados de la cara y prometió conservar ese nuevo aspecto en honor a sus amigos de toda la vida.

Las pocas horas de sueño y los residuos etílicos no fueron impedimento para que Colón abandonara Génova bien tempranito. El nuevo sol lo encandilaba y con los ojos entreabiertos podía ver de una forma distinta, tal vez mejor. Por décadas había vivido en la misma cuadra, pero recién ahora las casitas vecinas tomaban un aire encantador de seductora sencillez, parentesco y lejanía. Reconoció cada árbol, cada baldosa y esquivó cada charco sin necesidad de mirarlos hasta llegar a la esquina, donde se saludó con el hijo del Gallego, que estaba pasando la escoba entre las mesitas de “El Gato Negro”

–¿Madrugando, Cristóbal?

–Parece que vos también.

–Es que me dejaron una mugre anoche…

–Sí, fue mi despedida… me voy, Galleguito…

–¿Qué pasó, Colón? –guiñando un ojo– ¿Dejaste a alguna mina con el bombo? ¿Te rajás para no pagarle al diariero? ¿Te dieron la cana con lo de la quiniela?

–No, nada de eso… Me voy a descubrir el quinto continente –dijo hinchando el pecho y abriendo sus ojos de par en par mientras se metía la mano en el bolsillo del huevo duro.

–No jodas con eso…

–Es un recuerdo… quedateló…

El camino que le esperaba era largo y todavía no comenzaba. Antes de que el sol calentara ya se había reunido con quien le ayudara a alcanzar las costas ibéricas, un viejo lobo de mar que antes de retirarse montó una empresa, a la que bautizó con su apellido. El servicio consistía acercar por tierra a sus pasajeros hasta la costa y luego, con una nave de menor calado, los dirigía hasta la otra orilla para volver a ser transportados por tierra hacia la ciudad de destino.

–¿Dan algo de comer en el barquito?

–No, pero acá en el muelle podés comprarte unos cuernitos –respondió el viejo Cacciola.

España no estaba esperando a Colón. España era una gran potencia y su poderío lo había conseguido sin él. Desatendiendo este hecho, en el momento del desembarco, a un desconocido en el puerto le preguntó dónde podía encontrar a la Reina.

Pasados más de quinientos años de estos episodios, cuesta ver la magnitud de sus hazañas. A mí me resulta imposible dar con el gerente de una tienda para devolver un televisor… “El Sr. Larraín no puede atenderlo porque está en una reunión”. En el mundo de hoy es inconcebible pretender ser atendido por alguien de mediana relevancia. Las cartas de admiración a una celebridad no son nunca contestadas y algo tan cargado de indiferencia como el cariño jurado en una foto autografiada (con dudosa autenticidad), puede alcanzar un elevadísimo valor emocional y económico. Si un policía comete un error o una injusticia, jamás podremos hacérselo saber a su superior. Si nuestro voto hace que un simple peatón se convierta en Diputado, no soñemos con que alguna vez nos reciba a discutir la ley que no le pedimos que sancionara. Y cuanto más alto el cargo, más inaccesible es el personaje. ¿Alguien tiene algún amigo que haya sido recibido por el Presidente de la Nación?

El 20 de Enero de 1486, un extranjero recién llegado de Génova que se hacía entender a medias con su precario castellano, fue recibido en Córdoba por los Reyes Católicos. Algunos historiadores se esmeran en explicar detalladamente los contactos que se inventó Colón para conseguir una audiencia con los reyes. Otros, más escépticos, dirán que las toneladas de hierro con que se erigieron las puertas del palacio pesan menos que los pocos gramos de níquel que necesitan los porteros para abrírselas a cualquier transeúnte.

Una vez franqueada la entrada, los motivos que ayudaron a atravesarla se desvanacen frente a un Colón de rodillas, a medio metro de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, jurando fidelidad a la corona con la mirada en el suelo y el sombrero en la mano. En este ir y venir de ademanes, entre besos a la mano de la Reina y demás reverencias, deslizó su mano derecha dentro del bolsillo de su abrigo y, sorteando monedas, papeles arrugados, un corcho y un piolín, acarició la suave textura de un huevo de gallina, que un segundo después brillaba frente a un cuarteto de ojos monárquicos.

La escena siguiente ya la había practicado por años en “El Gato Negro” y a pesar de no haber sorprendido jamás a sus amigos, Colón sabía que el interés de los Reyes sería soberano.

Se sabe que los Reyes son gente muy ocupada. Se pasan todo el día reinando una nación, tarea agotadora que consume tiempo. Sin embargo, después de cenar es muy entretenido sentarse en un trono a observar un pobre inmigrante italiano tratando de explicar en castellano que la tierra es redonda mientras gesticula y muestra los distintos ángulos de un huevo. Por meses, ese había sido el programa favorito de los Reyes Católicos, y con ánimo de hacer carrera en Palacio, el Ministro de Entretenimientos Reales y Casino contrató a Colón para que repitiera su número todos los sábados en las Galas.

Con el correr del tiempo, el castellano de Colón se fue perfeccionando y los Reyes pudieron entender que el genovés hablaba de comercio internacional, de importar especies de la India, de la refutación del Non Plus Ultra, de que el planeta no era plano y debía ser considerado un “redondeta”… hasta creyeron entender que Colón les estaba mangueando unos barcos.
Esta situación dejó de resultarles graciosa, y en vez de reprochar que extrañaban la rutina del huevito en cocoliche se hicieron traer de Génova otro comediante, un viejito que cantaba canciones pícaras en su dialecto, interrumpiendo las palabras más atrevidas para tragarse un huevo duro con gestos suavemente inmorales.

Ahora, con dos genoveses en Palacio y un espectáculo renovado, le concedieron a Colón tres pequeñas embarcaciones para que hiciera con ellas lo que quisiera. Los Reyes Católicos consideraron esta colaboración como una justa forma de pago para quien amenizara por seis años sus sobremesas. Sin embargo Colón, en su ambición, no tuvo reparos en exigir ser ascendido a Almirante, Virrey y Gobernador de Indias.

Los Reyes accedieron a todo cuanto Colón pedía. Le dieron tripulación para sus carabelas y hasta le ofrecieron la suma de mil maravedíes para el primero que avistara tierra. Darían lo que fuera para que Colón salga de viaje y deje de interrumpir el nuevo acto del huevo, en que el viejito ahora tocaba mandolina mientras se tambaleaba en un monociclo.
Los amaneceres de Octubre eran algo más frescos y a pesar de que las olas acunaban los últimos sueños, Juan Rodríguez de Bermejo, oriundo de Triana, confrimó con un ¡tierra a la vista! que las luces vistas la noche anterior provenían de una fogata en la playa y que ahora se divisaba con una nitidez que dejaba nudos en la garganta.

El desembarco del 12 de Octubre puso a Colón y sus hombres frente a un grupo de americanos que estaban festejando el Día de la Raza disfrazados de indios. Americanos y europeos se estudiaron en silencio, postergaron sus comentarios sobre la ridiculez de la vestimenta del grupo que tenían en frente y se regocijaron sospechando que será un placer hacer negocios con ese grupo de idiotas.

El resto de la historia es muy conocido. Españoles e indios se odiaron y se mixturaron. Sin importar sus proveniencias, algunos viajaron a España y otros conquistaron las nuevas tierras. El resto son reclamos justos, despilfarros e interminables historias legítimas de saqueos a todo tipo de patrimonios. Algunas historias ilegítimas, algunas batallas ganadas con justicia, otras sin… otras defendidas con terquedad y unas cuantas olvidadas. Actos miserables pasaron a la historia por heroicos olvidando que nadie es héroe o villano para siempre.

A quinientos años de cerrar la puerta de la casita de Génova, ¿alguien puede contar la verdadera historia de Colón?

1 comentario:

María dijo...

Una grata sorpresa.
Saludos.

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