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5 de enero de 2008

Obras Completas de Armando Prelles

Me pedí otro café a pesar de que si me apuraba llegaba a tiempo. La lluvia era buena excusa y me sentía menos vulnerable en ese sitio ruidoso. Sin embargo la verdadera razón por la que no salí del bar es porque me enganché con la conversación de la mesa de al lado.

Tendrían alrededor de 20 ó 25 años y discutían apenas acaloradamente. Creo que no notaron que sólo me faltaba opinar para aceptar oficialmente que ya participaba de la conversación. O no les importó.

El que se sentaba cerca del espejo, con lentes de intelectual y sin cara de haber leído mucho, defendía que Woody Allen nunca dejó de ser cineasta aunque ya no haga tantas películas como antes. Los otros dos, definitivamente los exégetas del grupo, esgrimían que para ser cineasta hay que hacer cine, así como que para ser cocinero hay que cocinar o para ser deportista hay que practicar algún deporte. El de lentes, arrinconado por la desventaja numérica pero resistiendo entregado a su teoría, intentó ridiculizarlos potenciando el discernimiento de sus oponentes a la especulación de que si un cineasta hace una película cada dos años, son más los momentos de su vida que no está rodando ninguna película que los momentos que sí. Y si entonces no se lo debiera considerar cineasta, con ese mismo criterio, un mesero que pasa menos tiempo tomando pedidos, recomendando vinos y llevando el menú a los comensales que caminando de la cocina al salón, no debiera ser llamado mesero…

–¡Caminante! ¡caminante! –llamó dirigiendo la mirada más allá de las mesas mientras sus amigos dejaron de ahogar sus carcajadas.

Los escuché divirtiéndose imaginando los conflictos delirantes de los empresarios gastronómicos que se opondrán a contrarar personajes que apenas de a ratos ofician de meseros para interrumpir sus caminatas… pero la lluvia me distraía de esa conversación, no sé si en forma voluntaria para sentirme menos indiscreto o porque ya había perdido todo atractivo.

Mirar la lluvia por la ventana puede ser desolador o sugerente, pero sin dudas monótono. Reconozco que, de igual manera, esos muchachos me dejaron pensando… No se debe entregar una vida entera a una función única para ser definido con justicia por ella, sin embargo más común es el caso opuesto, el de las personas definidas por un talento arrebatado.

Uno de mis maestros, el escritor Armando Prelles, alcanzó la gloria sin escribir. En 1956 se unió al grupo de creación literaria “Asfalto” y hasta 1959 apareció su nombre publicado en su gacetilla mensual “Asfalto Puede”, aunque jamás una musa le ha soplado, aunque sea por compasión, un solo relato. Sus compañeros respetaron su silencio creativo a la vez que se hicieron populares y sus libros superaban las cifras calculadas de ventas.

Fue un momento de alta efervescencia creativa. Se conjugaron en “Asfalto” todos los elementos que transforman un manojo de ingredientes en un menú exquisito. Y la gente lo sabía apreciar… tal vez en otras épocas existieron movimientos literarios más prolíficos o de mayor valor, pero “Asfalto” era exactamente lo que todos esperaban… lo que hacía falta, lo oportuno. Artistas expresivos, introspectivos, investigativos, jocosos, ácidos, afables, carismáticos, organizativos e indisciplinados nutrieron opíparamente la escena narrativa de esos años.

Interminables noches encendidas de fervor creativo llenaban mes tras mes las páginas de “Asfalto Puede”, que no demoró más que unos pocos números en convertirse en la columna vertebral de la elite intelectual a la que los nuevos escritores soñaban con pertenecer.

Los críticos, más que piadosos fueron temerosos con ellos. Se sabían frente a un movimiento innovador que convocaba a las masas y antes de peligrar su propia reputación, optaron por respaldar y, ocasionalmente, incentivar las maniobras del grupo, transformándose sin proponérselo, en sus más fieles representantes.

Todos los artículos, ensayos, cuentos y demás narraciones contaban con la firma de personajes que veían crecer su fama día a día. El nombre y anonimato de Armando Prelles se transformó en un mito; su ignorada ausencia de inspiración y talento combinada con la suspicacia especulativa de los lectores de “Asfalto Puede”, lo supuso el gestor, el mentor del grupo, el gran titiritero de la obra. La desbordada capacidad de los lectores por captar mensajes subliminales, jamás perpetrados en las entrañas del grupo, le atribuyeron a Armando Prelles cada uno de los logros de sus compañeros y lo transformaron en el icono del emergente movimiento cultural.

Los padres de familia enviaban a sus hijos a la escuela donde había estudiado Armando Prelles. La Biblioteca Nacional inauguró la Sala Armando Prelles, donde se había generado un espacio para los libros de nuevos escritores de vanguardia que, poco tiempo antes, no tenían su oportunidad frente a los clásicos y ahora los habían desplazado con insolencia. La Escuela Municipal de las Letras de Praga otorgaba la Beca Prelles para los estudiantes capacitados en llevar el trabajo de Armando Prelles a todos los idiomas de Europa.

El censo de 1958 arroja la curiosidad de que una de cada cuatro familias llamó Armando a sus hijos varones y una de cada tres, eligió Armando como segundo nombre.

La fábula urbana de Armando Prelles se propagaba a fuerza biografías escuchadas en cafés y taxis. Sus admiradores no necesitaban de su obra para admirarla y se inventaron su persona, su personaje y su personalidad. Un becerro de oro idolatrado en pleno siglo XX. Rebuscaron lógicas tan ilógicas como que la coincidencia de iniciales entre los nombres “Asfalto Puede” y Armando Prelles fue el homenaje previo del resto de los colaboradores en nombre del movimiento que estaban por liderar. Tampoco creyeron casual que se llamara Armando la persona encargada de armar una selecta generación inspirada, la joven vanguardia, la revolución cultural y la Patria Grande.

Para esos días mi maestro supo sacarle provecho a su empleo de jefe de cátedra en una universidad estatal. Sólo él y sus leales compinches sabían, y se esmeraban en ocultar, que su silencio literario era hijo legítimo de la deserción de sus facultades. Este estrellato no podía durar mucho tiempo y había que atesorar algo de él para el futuro.

En la universidad pudo rodearse de muchachos poseídos de exaltación creativa. Se mantenía cerca de ellos sin conseguir evitar comparar sus aptitudes con las propias, con una amarga impotencia y con la insana esperanza de que todo ese fervor y claridad juveniles fuesen recursos contagiosos. Los complicados ejercicios cerebrales que perturbaban sus pensamientos le imprimían una conducta taciturna y enigmática durante las reuniones, pero los alumnos entendían su nula participación como una benevolente señal de modestia o el permiso a un ejercicio de creación libre.

En 1959, preso de su incapacidad creativa y lleno de disculpas para no escribir a causa de las horas diarias entregadas a la universidad, y las nocturnas a los homenajes, pronosticó con inusual sensatez el desmoronamiento de su castillo de naipes y, conciente de su irreparable mutismo, decidió aminorar el bochorno adelantándose a la hecatombe. Tomando distancia del grupo “Asfalto”.

En su ejemplar de Agosto, “Asfalto Puede” anunció el retiro de Armando Prelles, la natural consecuencia de la disolución del grupo y la inesperada descontinuidad de la exitosa publicación.

La noticia causó un impacto desolador entre los lectores. Sus vidas culturales y cotidianas, sus quimeras y sus nortes habitaban las páginas de “Asfalto Puede”. Lo que todos ignoraban era la realidad oculta de “Asfalto”, la química que mantenía unido al grupo se había evaporado entre las más nobles y las más mezquinas necesidades íntimas de sus miembros. La antigua atmósfera de camaradería se había reducido a la solidaridad de los integrantes más generosos con su amigo Armando. Dos de sus compañeros se habían trasladado a Barcelona hacía más de un año. Otro de ellos se había enemistado con el grupo y los dos restantes estaban dedicados a su labor literaria de manera personal, desatendiendo todo vínculo con la revista y con el clan.

Desprovistos de verdades, los seguidores de “Asfalto Puede” reclamaron con vivacidad pagana un número especial a modo de despedida. Armando sabía que esta despedida involucraba su alejamiento definitivo de lo que, con más éxito que justicia, lo ligó al mundo de las letras.

Los compromisos editoriales avalaron la aparición de un último número, que se debía publicar en el mes de Diciembre de 1959. Sin embargo, después de las cinco bajas sufridas por el grupo “Asfalto”, la tarea del sexteto recaía en su totalidad sobre el único sin credenciales para realizarla.

Durante los meses de Septiembre y Octubre, Armando intentó vanamente recuperar la colaboración de sus amigos, que ya estaban muy alejados de las actividades de “Asfalto”.

Su maltratado orgullo lo tuvo semanas dudando sobre si debía o no pedir la ayuda del enemistado ex integrante del grupo, quien al recibir su moroso llamado, lejos de negarse a atenderlo, lo invitó a reunirse en su biblioteca.

Ordenó a su asistente que trajera café para los dos y que no los interrumpiera por nada. Ya a solas, en el pecho de Armando se instaló una sensación de alivio. Sentía que los lazos afectivos con Eduardo Santillán eran más fuertes que cualquier contienda del pasado. Tenía a menos de un metro la mirada serena de su viejo amigo, y una sonrisa cortés gobernando su bien afeitado rostro.

Armando respiró esa calma y se dejó contagiar por ella. Se destensaron sus músculos faciales y sus manos comenzaron a perder humedad. Aprovechó para reclinarse cómodamente en el sillón que lo reencontraba con su viejo cófrade. Se acababa un silencio de más de medio año.

–Gracias por recibirme –suspiró Armando.
–Gracias por llamarme. Quedaban asuntos por conversar y ahora que se disolvió “Asfalto” mi silencio perdió valor.
–Sé que las finanzas del grupo estuvieron mal manejadas desde un principio –interrumpió Armando como un recurso comprensivo para recuperar la frágil placidez que inauguró la reunión.
–Es cierto, pero la revista se vendió bien. Hace dos años que está llena de publicidad… se pudieron haber hecho mejor las cosas pero igual nos ha dado de vivir dignamente.
–Entonces, ¿qué es eso tan misterioso que recién ahora se puede hablar?
–¿Leiste “Espada de Fuego”? –preguntó un irónico Santillán.
–Sí, ¿por…
–¿Leíste “Roca en las Venas”? –arremetió esforzándose por no perder las formas.
–Esperá un… –intentó descargar Prelles infructuosamente.
–¿Estuviste en la entrega de los Premios Tinta 57? –descargó con violencia el escritor apenas incorporándose en su sillón y abandonando por completo su provocada serenidad.

Un nudo en la garganta de Armando Prelles fue la única reacción visible frente a la mirada de Eduardo Santillán, ya vestida con la misma furia que llevaba a las reuniones de “Asfalto”. Ahora el que trataba de fingir calma era Prelles, que no postergó el recurso de la torpeza para encontrar las palabras adecuadas. Su espalda había perdido contacto con el sillón y, escondiendo la mirada de la ira de su amigo, entendió qué había significado para Santillán que la confusión le haya atribuido la autoría de sus dos más prestigiosas obras. Recordó con pudor que hasta el discurso de agradecimiento por la entrega del premio fue escrito por su amigo, y sin embargo su orgullo fue auténtico cuando recibió la estatuilla de las manos del Rey Anders.

–Esos logros fueron también de “Asfalto”. ¿Los habrías conseguido sin el apoyo del grupo? –resistió Armando con lealtad corporativa.
–Y vos, con todo el apoyo creativo del grupo… ¿conseguiste escribir algo?
–Mi aporte al grupo ha sido definidamente creativo. No escribir entre escritores era lo que ustedes necesitaban para que el grupo funcionara… no podés negar que mi imagen le ha sido tan provechosa a tu obra como tu obra a mi imagen. Ese es el significado de trabajo en equipo…

El silencio de Santillán estimuló la confianza de Armando en su retórica, que creció hinchada de espontaneidad.

–¿Sabés que para que trabajaras en silencio en esta biblioteca alguien tenía que llevarse el bullicio a otro lado? ¿Quién llevó en sus valijas las letras de todo “Asfalto” de país en país? ¡Hoy todos somos reconocidos internacionalmente –se envalentonó Armando– y “Asfalto Puede”…
–¡Asfalto puede irse al carajo! –estalló Santillán– ¡ese pasquín era un grupo de bohemios acomodados que le pasaban a su amigo pobre la gloria que les sobraba!
–“¡Poráy cantaba Garay!” –sonrió Armando satisfecho– ¿eso tenías atragantado? Hacé de cuenta que te traigo una oportunidad; la gente de ese pasquín, como ahora lo llamás, quiere un último número. Queda poco tiempo, ¿por qué no les contás tu versión de la historia de “Asfalto”? Te sacás la espina que tenés atravesada y a mí me dejás como un idiota… matás dos pájaros de un tiro…
–No –resolvió Santillán serenamente después darle el primer sorbo a su ya helado café–. No quieras manipularme, Armandito. Te tenés que encargar solo de una revista y como de nuevo no se te ocurre nada, te sirve que yo llene tus páginas. Los lectores van a creer que están leyendo ficción… no tengo forma de hablar mal de vos y que me crean, menos en esa revista. Estuviste más de tres años de vacaciones sin escribir ni una palabra, hacé tu último esfuerzo… considerá este consejo la ayuda que viniste a buscar.

Los días siguientes, Armando no quiso salir de la cama. Decía estar indigestado, pero su insipiente barba, su pijama y su despeinado significaban que algo dentro de sí ya le había dado la razón a Santillán. Estaba abatido. Era como una mañana de resaca después de una larga noche de alcohol.

Aceptar el reto involucraba algo de ingenuidad, pero parte de su experiencia con “Asfalto” podía haberle dejado alguna huella en su capacidad literaria. Tenía mucho que probarse, la casualidad había sido muy generosa con él durante los últimos años, sin embargo clamaba un último subsidio del destino para sacarlo con hidalguía de la carrera de escritor y de su frustración. Se daba ánimo repitiéndose que este número debía llamarse “Armando Puede”.

Se afeitó, se dio una ducha, se vistió y se puso el perfume de escritor triunfante para aplazar su depresión. Insistió con que sus casi cuatro años en “Asfalto” y la constante influencia de los universitarios habían enriquecido su no explotada capacidad literaria. Tan sólo las migajas del movimiento que vio desde primera fila serían de inconmensurable ayuda para escribir su primer “Asfalto Puede”… el último.

Las primeras dos horas estuvo haciendo orden en la redacción de “Asfalto Puede”. Era irónico estar solo y en silencio entre las cuatro paredes que más aturdido lo habían visto meses antes. Intentó disfrutar esa sensación jamás antes experimentada, pero fue inútil… estaba en compañía de sí mismo y eso lo inquietaba. Se sintió amenazado por la ausencia de todo, incluso la de aquellas cosas que siempre desestimó.

Lavó las tazas del café encargado de prolongar el desvelo de la trasnochada del último número. Se mentía pensando que no se puede trabajar en desorden para no aceptar que no podía trabajar. Se paseó sin nostalgia entre los gabinetes y encendió todas las luces para desagravar el ambiente. Seguramente la oscuridad también lo asustaba. Recorrió la sala de reuniones silbando, entró al archivo, salió al patio y subió al estudio del fotógrafo. Pasó a la oficina de los diseñadores y sin prisa volvió a bajar al patio, que recién ahora notó que estaba mojado por la lluvia.

De regreso a la sala principal tomó el teléfono y organizó en menos de una hora todo el equipo que haría la revista… todo el equipo excepto los escritores. Había llegado la hora de escribir.

La mente se le dividió en dos partes exasperantemente igual de pesadas de sobrellevar. Tenía por un lado toda la presión de la gente que quería encontrarse con la obra del iluminado Armando Prelles, el que nunca existió; y por el otro lado, el sombrío Armando Prelles, el verdadero… el que sus buenos amigos disimularon que nunca fue escritor mientras él les disimulaba que tampoco fue amigo.

El prestigio que había comprado a crédito, ahora lo estaba pagando con dinero devaluado. Sintió pena por sí mismo y se dio cuenta que en los cimientos de la mentira erigió la morada de la soledad. Pensó mucho en su soledad y pensó en la soledad en un sentido más genérico.

El polvo que sopló de la lámpara de su escritorio se le metió por la nariz. El silencio hizo que el eco del estornudo rebotara de pared en pared…

–Soledad es estornudar y que nadie te diga “salud” –filosofó con pena.

Junto con las ediciones de fin de año de todas las revistas de la ciudad, los puestos de diarios exhibieron el último número de “Asfalto Puede”. Tapa negra.

Los ansiosos seguidores encontraron significados al caprichoso diseño de portada. Algunos aventuraron la elegante sobriedad, otros la enlutada despedida. Los antiguos miembros de “Asfalto Puede” postulaban burlonamente que a Armando de nuevo no se le había ocurrido nada para la tapa.

Prelles estaba convencido de que la tapa negra iba a ser lo único llamativo entre tantas publicaciones ornamentadas de rojo y verde navideño, y que las demás revistas iban a ser el adorno de “Asfalto Puede” de Diciembre. Y no se había equivocado, la tapa negra fue motivo de conversación en las calles. Suficientes expectativas ya habían por el último número y ahora, antes de abrir la revista, se multiplicaban.

Cartas de lectores, saludos augurando buen cambio de década, mensajes de celebridades despidiéndose de la revista, publicidad, recuerdos de viejas portadas, de viejos personajes, de eventos pasados. La pulcritud de los contenidos estaba a la altura de lo esperado. Incluso su cuento central.

En Diciembre de 1959 tuvo lugar el debut como escritor del, ya entonces afamado y ovacionado literato, Armando Prelles. Un relato corto, con pasajes autobiográficos, pretencioso, cursi, predecible, sin estilo ni sutilezas y sin embargo llevadero, arrebató en público los aplausos de quienes, a solas, no lo leyeron jamás:

El Desierto del Olvido (por Armando Prelles).

Una rosa. La más bella y perfumada rosa que jamás haya existido, brotó sin pompa en la agrietada superficie del más árido de los desiertos.

No hay cómo explicar de qué manera pudo una flor tan bella y tan frágil nacer y vivir allí, en ese desierto inhóspito en que la forma de civilización más cercana estaba a cientos de kilómetros.

Sin embargo, como una ironía del destino, allí donde el hombre no encontró virtudes, se irguió esa flor. Pasaron pocos días antes de que el sol del desierto la debilitara; la flor comenzó a marchitarse. No tardó mucho en morir. Su tallo se resecó y un viento sin bríos lo arrancó de la tierra. Las raíces no intentaron más flores, sólo se dejaron estar hasta fundirse en el abandono bajo la tierra.

Una flor nació en medio del desierto hace muchos años, y por bella, perfumada y delicada que haya sido, nadie nunca supo que allí vivió una flor. Nadie nunca supo si fue feliz, si alguna vez lloró de tristeza o de emoción. Nadie supo si sufrió de soledad o si aprendió a darse buena compañía. Ella vivió allí… con todo lo que significa vivir.

Si algo existe y nadie lo nota, es igual que si no hubiera existido.

Asfalto Puede. Diciembre de 1959.

Le perdí el rastro a mi maestro. En 1964 dejó de enseñar en la universidad. En su casa de antes vive una familia que no lo conoció. En la guía telefónica no hay nadie con su nombre. No encontré ninguna página de internet en castellano que diga Prelles.

El año pasado me tropecé de casualidad con Eduardo Santillán en el aeropuerto y conseguí inducirlo a conversar un rato… en Marzo de 1960 llamó a Armando Prelles, mitad para disculparse por la aspereza con que lo recibió meses antes y mitad para felicitarlo por el último número de “Asfalto Puede”, pero no lo encontró. Lo intentó menguantemente las semanas siguientes hasta olvidarse por completo.

Sus seguidores también lo olvidaron… encontraron alguien nuevo a quien admirar. Así es la gente que idolatra en lugar de amar, cuando su sujeto de veneración deja de ser perfecto encuentran la perfección en otro personaje y le erigen un nuevo culto… lo peor de la imperfección humana es lo corta que puede llegar a ser su perfección.

A diez cuadras de la Catedral hay una biblioteca que todavía se llama Armando Prelles. Entré a preguntar qué me podían decir de la persona que regaló su nombre a esa institución y me dieron un par de respuestas burlonas… que es el descubridor de las estanterías, que fue un filósofo argentino del siglo XII. Fingí reir con ellos… qué culpa tienen… la misma que tengo yo de no saber qué hizo el prócer tocayo de la calle donde vivo.

Esta tarde le pregunté a un vendedor de diarios que está en la misma esquina desde antes de los tiempos de “Asfalto Puede”, si todavía recuerda esa revista que después de un escandalete se publicó con tapa negra…

–¿Cómo no me voy a acordar? ¡Fue un papelón eso! ¿Cuándo la selección había perdido antes así, en su propia cancha?

Comprendí que el olvido mata sin violencia y no deja rastros. Estaba empezando a llover y busqué refugio en el bar de la otra esquina, un sitio algo ruidoso pero era preferible mirar la lluvia desde una ventana que caminar bajo un chaparrón… además no pasaba nada si llegaba un poco más tarde…

Armando Prelles fue mi maestro… pero exisitir y que nadie lo note es lo mismo que no haber existido.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Si yo fuera japones,no sacaria fotos,ni registraria nada mas que los bolsillos de los trajes de mi tintoreria

Daniel Os dijo...

Registre Anónimo, si puede registre hasta sus peores días, todo hecho es potencialmente histórico. No siga los consejos del que no sabe cómo administrar los recuerdos insolentes que la memoria aún no ajustició.

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